viernes

Reflexión con café

Cada noche que llego a casa, ya cansada, lo primero que hago es cambiar los tacones por unos calcetines, el sostén por camiseta, me desmaquillo y me siento en el banquito de la cocina. Mientras el café queda listo, repaso las horas: lo que hice, lo que me faltó por hacer, las palabras no dichas que me guardé, las que solté, los silencios que rellené con algún chistorete o con lo que no quería decir. Suelo pelearme conmigo por largo rato hasta tener la capacidad de poner nombre a las cosas que me pasan por dentro; a los sentimientos, a los pensamientos, a las emociones. Me gusto cuando soy capaz de traducirlos en palabras, y compartirlas. Es verdad que al hacerlo me convierto en hoja en blanco donde se dibuja un mapa con puntos débiles, pero creo que a quienes me rodean les facilito las cosas, es decir, no tienen que jugar a adivinarme constantemente. Sé que pierdo seducción y atracción, porque no hay siete velos que levantar para conocerme, pero en respuesta gano confianza y cercanía que me hacen, a final de cuentas, un libro abierto de generosa lectura. ¿o no?