lunes

Diana, la cazadora


Era tarde ya, tuve que apretar el paso para llegar, pues la función empezaba a las nueve en punto. Un pequeño parque, tres bancos, establecimientos que abren las 24 horas, una pareja de hombres tomados de la mano, oficiales de la embajada gringa que no descansan nunca, hoteles, el Ángel de la Independencia, dos chicas; una de dientes torcidos y cejas que le sobresalían como un bosque diminuto; la otra, era la mujer más delgada que había visto en mi vida. Ambas me miraron como si hubiera llegado yo a estropearles la fiesta, así que, me hice mensa fingiendo interés en la preparación de la comida japonesa del restorán que estaba a mi derecha. Un enorme ventanal reflejaba mi silueta y aproveché para revisar que las ondas de mi cabello siguieran desaliñadas.

Estaba a punto de llegar. La noche era especialmente hermoooosa, la temperatura agradable, había estrellas en el cielo de mi contaminada ciudad y la iluminación sobre el Paseo de la Reforma era perfecta. Antes de llegar a la esquina, hice dos pausas, cada una acompañada de un suspiro al tiempo que, en mi boca, se dibujaba una sonrisa con una suave ironía. Todo lo demás desapareció. Retrocedí a otra época, volví al lugar del beso, un beso que nació tiempo atrás y sigo interpretando su significación, sigo sintiendo su humedad, su olor, su sabor, incluso la presión de sus labios. Comprendí que la ironía de mi sonrisa fue porque fui culpable e inocente a la vez. Me gusta(ba) el receptor de ese beso, no porque fuera guapo en el sentido clásico del término, sino irresistible, ese tipo de cara que resulta casi imposible dejar de mirar. Tenía la nariz de tamaño regular, ojos redondos y pequeños y labios muy delgados. Pero en cierto modo todo se conjuntaba y cuando no miraba sus ojos castaños, me sorprendía su inteligencia y su gran sentido del humor. Parecía ser de esos raros hombres que encajan cómodamente con ellos mismos y con el mundo. Bien podía acompañarme en mis largas caminatas sin chistar, ir a tomar una copa y hablar de libros o simplemente charlar durante horas y todo era singularmente placentero.

Otro suspiro le regalé a la fuente.

De la calle venía el rumor del tráfico, el barullo de la gente y todos los pequeños ruidos que viven en los silencios de la ciudad. Parece que estuve una eternidad, ahí, parada en medio de Reforma, con los ojos abiertos pero mirando hacia adentro, absorta de pensamientos. Finalmente mi sonrisa se hizo divertida pues, eran ya diez para las nueve y la función estaba a punto de comenzar….