domingo

Requiem in pacem

Hoy, como tantas veces lo hice de niña, subí a la azotea. Hasta el punto más alto del edificio. Siempre me gustó hacerlo. En ese lugar, me daba tiempo de pensar; eran los momentos para volar. Recuerdo que me sentaba en la barda con los pies colgando (qué irresponsable). Disfrutaba ver a la gente pasar. Tomaba el sol y me llevaba refrigerios. Me quedó tan grabado aquel momento: tendría como 13 o 14 años, cuando empezó a llover. Me metí a un domo que me abrigaba de la lluvia y ahí me quedé sólo a mirar. En la acera de enfrente, debajo de un enorme árbol estaba parado un señor mayor con un perrito blanco llevado con una correa, esperando (supongo) que dejara de caer tanta agua. Me dieron ganas de bajar, abrir la puerta y gritarle si necesitaba cobijo. No lo hice. Todo eso lo pensé mientras me moría de frío, pero estaba seca y me sentía afortunada por eso. Recuerdo que en ese momento me sentí triste, como si el mundo estuviera dividido en dos partes al menos. Afuera y adentro. Como contemplar ese pedacito de mundo seca, mientras todo lo que estaba afuera se mojaba. Yo no podía tocar el agua, pero todo olía a lluvia, sentía su humedad y el frío de su brisa. Veía cómo sus gotas se pegaban en los cristales y resbalaban.

Respiré hondo y dejé de pensar en esas cosas (para pensar en otras).

Decía que, volví al rincón reflexivo de la infancia. Escogí ese lugar porque tengo la tarea de ordenar, acomodar, dar prioridad y limpiar el disco duro de mi cabeza; quedarme con lo valioso. Siempre he pensado que estamos vivos, pero llenos de muertos. Cargamos muertos que se van enredando entre nuestras células vivas, que no nos dejan vivir y van limitando nuestra capacidad de acción. Van desde muertitos: el amigo que ya no te habla, esa discusión absurda con tu hermano, tu libro favorito que no encuentras, la mala cara de la cajera del super; hasta los muertotes: discusiones de pareja, celos, el pasado, desencuentros, rupturas familiares, malas decisiones, sociedades moralinas… etc.
El cuerpo es tan sabio que busca la manera de deshacerse de esos cadáveres, pero desafortunadamente lo hace mediante suspiros, llanto, tristezas, migrañas, retortijones, dolores de pecho, colitis, urticarias…, en fin, es impresionante cómo pueden rajar tu calidad de vida los restos no excretados.

Y pues, como no deseo cargar ni cargarle mis muertitos a aquellos que están a mi lado (y que quiero profundamente), seguiré pensando y haciendo mi tarea desde el punto más alto del edificio, pero ahora, con 36 años encima, una libretita de apuntes y mi grabador de voz… a ver a cuantos logramos enterrar. Creo que valdrá la pena el ejercicio...