jueves

84, Charing Cross Road



Hace unos días recibí uno de los mejores regalos que me pudieron dar. Se trata de un libro. Un libro que, quizá ha pasado inadvertido, pero para mí (sin mencionar el valor sentimental que le presto), se ha convertido en una de mis lecturas favoritas por el sentido de su contenido.

 Me refiero a: "84, Charing Cross Road", de Helene Hanff.

Son cartas. Cartas enviadas por esta excéntrica escritora estadounidense que, a lo largo de veinte años, le hace llegar al encargado de una librería de viejo ubicada en Londres.

Me identifiqué tanto con el amor que ella sentía hacia los libros, que mientras leía, la imaginaba bebiendo y fumando con ellos, sus compañeros, en los únicos que confió. Creía en sus libros más que en nadie en el mundo. Los sentía adoptados, suyos. Los consideraba como a los hijos que nunca tuvo. Dormía con ellos, siempre la acompañaban; algunas veces los llevaba de sigilo, escondidos en alguna bolsa o bajo sus ropas como protección. Protección contra la bestialidad de afuera, o quizá la suya, a la que más temía, por estar fuera de control. La imaginé rodeada de libros, en el piso, en las cajoneras, sobre la cama, en el buró, dentro de algún cajón, tomando el espacio destinado a otros objetos, quizá ese espacio destinado a algún compañero de piel y hueso (aunque fuera ocasional). A sus libros los conocía por referencia y para referencia, más que por nombre. Los consultaba a todos, llenaba su cabeza de cuentos, historias; le gustaba estudiar.

La imaginé bebiendo alcohol barato, y entre el humo  perdía ganaba el tiempo, tejiendo siempre fantasías, sueños e irrealidades. Se escapaba en la espesura gris del tabaco mientras enrollaba sus cuentos, para después des-enrollarlos de a poco. Perdía la idea entre términos metafóricos que apenas podía entender ya que se decía iletrada la mujer. Quería saberlo todo, y la misma idea de no saber la excitaba, la trastornaba y la tomaba bajo su control.

Pasaba las hojas y las horas leyendo el mismo párrafo sin poderlo entender. Decía que su instrucción era deficiente al no haber pisado una universidad, y por consecuencia a ello se debía su adicción. Le daba por sentirse poetisa, filósofa, cuentista. Quería capturar día a día el estado de su razón. Se echaba a volar en el sueño de sus delirios, era ya casi un ritual.

Esa pasión por el olor, por la tinta vieja, por la espesura del papel, por las anotaciones hechas por otros, por la imaginación, por perderse entre historias, por estudiar a los artífices de esas historias: me parece realmente EXTRAORDINARIA.

Si tienen la oportunidad de leer este sencillo libro, se los recomiendo ampliamente. Ojalá les deje el amor... también a los libros.