sábado

Entre aromas a viejo...

Sus hombros se rozaron, uno pedía el permiso del otro para poder librar el paso. No hubo contacto más que el de dos personas que se cruzan sin mirase siquiera a los ojos; como ocurre con los millones de personas de las que no recordamos su rostro; son tan solo seres que comparten las calles, las avenidas, los bares, los parques, las librerías.

Un aroma a viejo era el que destilaban los libros que habitaban el lugar. Libros apilados en estantes viejos; viejos ávidos de manos frescas que se atrevan a recorrer el lomo raído a manera de caricia. ¿Cuántas manos, cuántos ojos habrán devorado las letras aplastadas entre dos pastas duras? Duras como gendarmes, duras como guardianes, como esfinges, dispuestas a permanecer por siglos vigilantes de las letras, para que no escapen y se mezclen con otras. Bien parece que tuvieran vida, un par de manos, de pies, un par de ojos. Ojos como los que sortearon el hombre de gafas negras y la mujer de cabello largo marrón, también con gafas; el momento preciso en el que sus miradas se cruzaron. Un contacto de pupilas escondidas detrás de cristales cómplices de su verdadera identidad. Las miradas expelían fuego, pasión, libido escondida, escondida como sus pensamientos, como su sexo, escondida como sus defectos y manías, escondida como las manos que roban o la vergüenza de saberse descubiertos.

Dos historias, dos vidas se encontraron en aquel sitio que huele a miles de abuelos enfilados. Dos vidas paralelas cuyos ojos lanzaron hilos que se entretejieron en concordancia, y las distancias se volvieron pasos y los pasos a centímetros de dos bocas dispuestas, hambrientas y sedientas. Y el aroma a viejo se difuminaba mientras aparecía el olor del aliento compartido. Un olor suave que invitaba a un beso tierno entre dos extraños rodeados de historias, de ojos que leyeron las historias, de almas observantes, vigilantes, testigos de las caricias prohibidas que secundaron al beso tierno, al beso que mutó para convertirse en unión. Miran a su alrededor y no hay ojos lascivos. Dos extraños que regalan sus cuerpos y se hacen el amor, las ropas no estorban, ni los libros que los encubren. Se aman entre aromas a viejo, a sexo, a la combinación de sus alientos. En el acto dos o tres libros caen para alertarles que no estaban solos, no parece importarles; les importan las dádivas de sus manos generosas a sus pieles encendidas. Encendidos como los hogares que los esperan; pero en ese momento Dios no les dio otra cosa más que sus cuerpos. Nunca apartaron sus miradas. Se hicieron el amor como si ya se conocieran, como si en otra vida hubieran sido amantes, con los mismos destinos, con los mismos recuerdos. Esa memoria nunca quedará en el olvido, o quizá sí.

Sin decir palabra, entre miradas complacientes se dijeron adiós. No se volverán a encontrar, y si lo hicieran; no se llamarían por su nombre. No sabrían como hacerlo pues no conocen ni sus propios sonidos, ya que sus cuerpos se comunicaron sin voz, y se amaron. Se amaron como un hombre ama a una mujer; no como el padre, o como el amigo, o como se le ama al recuerdo. Se amaron como se le ama a la literatura y por amor a la literatura lograron fundir sus almas junto con las almas de miles de viejos que fueron silenciosos testigos, casi cómplices, partícipes de la unión del hombre de gafas negras y la mujer de cabello largo marrón.